Por Marita Seara.- Aún podía ver, todavía existían destellos de luz que iban abriéndome paso. ¿Entrar?. No lo sabía. Enorme puerta de madera ya gastada. Ventanas de tiempo clausurado…¿entrar?. Tanto tiempo…y aún no lo sabía.
Comenzar. Terminar. Ni ella lo sabía. Sus manos se posaron en esa madera ya gastada. Tanto temblor no podía evitarse. Miedo a entrar…o simplemente a ver sus manos. La luz se extingue, se pierde. Queda poco tiempo. Corre detrás de la luz que huye. Sus pies se confunden en lodo y aún el río sigue siendo testigo.
Lo ve. Ve su rostro, lo siente. Sus cabellos, no peinados, perdidos del color. Color a tiempo. Ojos cubiertos de raíces surcando cada pedazo de rostro. Labios olvidados de otros labios. Huye. Ya era tiempo de entrar.
Abrió esa puerta, puerta llena de lamento, de angustia. Ya no había luz. Caminaba cuidando cada paso, sintiendo, sintiendo aromas ya conocidos. Tropezó. Una escalera. El miedo la alejaba. Ella resistía. Voces, llanto.
Pasos bajaban las escaleras. Alguien tropezó con ella. Voltea. Todo se hizo luz. Reconoció. Solo intentaba que la vieran. Tomaba a Margarita del brazo y Margarita no la sentía. Corría hacia ese hombre amargo, imponente, lleno de años. El no la miraba.
Margarita solo gritaba «¡María, se desangra papá!. El no se inmutaba. Margarita sube escaleras, baja escaleras, vuelve a subir. Ella la sigue. Al llegar a la cima se detiene. Ve sus manos. Ve el estrecho pasillo. Sus manos se posan en las paredes, sus dedos hacen rastro de lodo en ellas. Recorre cada habitación. Oscuras, vacías. Siente un llanto, lo sigue.
Una habitación. Se detiene tras Margarita. Al frente…María. Se acerca a ella. Solo ve rojo, rojo en las sábanas, rojo en su vientre, rojos en sus manos. Rojo en María. Se acerca a ella. La escucha susurrar.
«Ayer escuché. El río. ¿No lo escuchas Margarita?. Todo lo baña. Todo lo esconde. ¿Papá?. Me odia. Odia todo. Lo odia…el río. Se lo llevó. El río. Lo alejó. Amor. Ayer se confundió en mí, sus ojos, sus labios, sus manos. Sus ojos me miraban, me alcanzaban, se quedaban en los míos. Sus manos eran más fuertes, me buscaban, me sentían, me dibujaban. Sus labios…buscaban los míos, recorrían senderos…mis hombros, mis senos, mi vientre, mis muslos. Su aliento buscaba el mío. Su cuerpo paseaba el mío. Locura. Abrí mis ojos. Nos veía. Papá. Su odio terminó con él…y conmigo. Río rojo. Mi amor río abajo. No llores Margarita. Estoy bien».
Ella escuchaba y sentía suyas esas palabras. Ella se acercaba y María cerraba sus ojos. Se detuvo. Sus ojos, sus labios, su rostro. María abrió repentinamente sus ojos. Marga la pedía hablara. Ojos muertos. Ella escapa.
Huyó escaleras abajo, mientras ese hombre le seguía con la mirada. Ella no pudo soportarla y corrió bañando sus pies de lodo hacia el río testigo. Ya no podía verse, solo sus manos, solo su ropa. Rojo, rojo sangre.
Comprendió. Ella era María. María muerta. María ausente.